Conferencia "Archivando las revoluciones centroamericanas".
Instituto de Estudios Latinoamericanos Teresa Lozano Long (LLILAS BENSON)
Universidad de Austin,
Texas. Febrero 19, 2014
Buenas tardes.
Muchas gracias al
Instituto de Estudios Latinoamericanos Teresa Lozano Long y en particular a
Charles Hale, su director, por la invitación a compartir algunas reflexiones en
esta conferencia dedicada a conversar sobre las revoluciones centroamericanas.
La escritora
Marguerite Yourcenar en el Cuaderno de Notas a su novela ”Memorias de Adriano”, afirmó que la vida humana se define por tres
líneas que en su recorrido se aproximan y se distancian: lo que un hombre ha
creído ser, lo que ha querido ser, y lo que, fue. Las reflexiones sobre la revolución
sandinista pueden ser realizadas siguiendo ese mismo modelo.
Mi perspectiva, en
estos comentarios iniciales, tiene que ver con mi pasado y mi presente. Yo tuve el privilegio de participar en el
proceso revolucionario nicaragüense y lo hice convencida que era lo necesario y
lo mejor para Nicaragua, para el pueblo nicaragüense.
Empeñé parte
importante de mi juventud en ello, antes y después del triunfo de la revolución
sandinista. Y he dedicado mucho del
tiempo de mi vida adulta al activismo político.
Soy tercamente
optimista y tengo una resistencia biológica a pensar siquiera que todo aquel
esfuerzo de miles y miles de jóvenes en mi país, en Guatemala y en El Salvador,
fue inútil. Como historiadora, estoy
obligada a revisar y revisar, pensar y repensar, los acontecimientos de los
años setenta y ochenta, con la mayor objetividad posible. Mis reflexiones,
tienen pues, esa doble inclinación, esa tensión emocional y racional.
Hace un par de años,
en 2011, el sociólogo centroamericano Edelberto Torres Rivas, publicó un texto
en el que analiza las revoluciones centroamericanas y sus resultados. “Revoluciones
sin cambios revolucionarios” se llama el
libro. Su título, provocativo, nos llama al análisis
sobre los objetivos, alcances, cambios y persistencias en el tiempo de las
revoluciones centroamericanas de las últimas décadas del siglo XX.
Torres Rivas coloca
muchos puntos sobre la mesa para un debate a profundidad. En esta conferencia, se pretende continuarlo,
con una perspectiva, incluso, inter-generacional. Yo haré mis comentarios sobre
algunos de los resultados de los cambios realizados durante esos años y sobre
algunos problemas actuales de la memoria.
Frecuentemente, en el andar político, me
encuentro a antiguos combatientes revolucionarios. Con algunos de ellos compartí días y noches
en la montaña, en la clandestinidad en
las ciudades o en la lucha insurreccional.
Muchos de ellos están llenos de tristeza y decepción por los resultados
de aquel proceso revolucionario al que entregaron lo mejor de su juventud. Otros decepcionados, lamentan los muertos,
los héroes y los mártires, su sacrificio.
Fuimos a la lucha revolucionaria animados por
una utopía. Queríamos derrocar a una dictadura familiar, liquidar su sistema
político, cambiar el modelo económico y social. Teníamos una respuesta: construiríamos
el socialismo, seguros que lograríamos tomar el cielo por asalto.
Al final de la década del setenta logramos el
derrocamiento de la dictadura somocista y durante los años ochenta, Nicaragua
inició un proceso de cambios trascendentales en su vida política, económica y
social.
Durante setenta años del siglo XX, el rumbo
que había tomado país fue determinado, primero, por la ocupación de los Estados
Unidos hasta mediados de los años treinta y después por más de cuarenta años de
dictadura somocista. El sistema político, el modelo económico y social,
establecido no había estado, jamás, abierto al debate nacional.
Con el triunfo de la revolución se abrió esa
discusión largamente postergada. Cada
fuerza política y social del país, que había coincidido en la necesidad de
salir de la dictadura, tenía una respuesta diferente a las preguntas sobre el
futuro de Nicaragua, su sistema político, económico y social, el papel del
Estado en la sociedad, la naturaleza de las fuerzas armadas, los sujetos
sociales que tendrían el papel protagónico y privilegiado en ese modelo.
Si bien es cierto, que el sandinismo había
planteado como fundamentos del programa de reconstrucción nacional, el
pluralismo político, la economía mixta y el no alineamiento, éstos no habían
sido y nunca lo fueron completamente, asumidos, como el rumbo deseado de la
revolución, sino como una necesidad táctica, que se convirtió en definición
estratégica con la promulgación de la Constitución en 1987.
La revolución transitaba por un camino
sorprendente que no se parecía a lo sucedido en Cuba o a lo que habríamos
podido suponer o aspirar en 1979, cuando la ruta al socialismo aparecía más
clara.
Aquella tensión entre los modelos mentales de
la revolución deseada y la realidad se mantuvo durante toda la década y fue
evidente en todos los terrenos.
A la par de la inevitable realidad del
pluralismo político, había una inercia monopartidista que hacía sentir su peso
en la sociedad y en el Estado y que no menguó, en general, con las elecciones
de 1984. La creación del sistema
nacional único de salud suponía, no solamente la concentración de los servicios
estatales en una institución, sino la eliminación de los servicios privados de
salud, objetivo que ya a mediados de la década era claro que no era posible, ni
deseable. El sistema debía concentrarse en quienes lo necesitaban.
Si en algunos aspectos, la contradicción
intrínseca entre lo deseado y lo posible, no constituyó mayor problema; en
otros, si operó como freno para realizar transformaciones con mayor profundidad
en el sistema político.
El sistema político establecido en la
Constitución de 1987, no rebasó los límites del sistema representativo tradicional
y la circunstancia de la guerra, sirvió de base para establecer una
concentración de poder en la figura del presidente de la República. Y aunque se definió que el sistema era una
democracia representativa y participativa, solamente fueron definidas las
instituciones de la primera, dejando en el tintero la enorme riqueza de las
experiencias de la participación popular en esos años.
En 1990, el FSLN perdió las elecciones y debió
entregar el poder. La revolución no
había perdido la guerra con las fuerzas contrarrevolucionarias animadas y
financiadas por los Estados Unidos, pero tampoco la había ganado. Un proceso de negociaciones había conducido al
adelanto de las elecciones de 1990 para establecer la paz política en el
país.
Aquellos resultados no eran los deseados.
Estaban lejos de serlo. Por primera vez,
en la historia de Nicaragua, un partido político en el poder perdía unas
elecciones y, peor aún, lo entregaba.
Era muy difícil reconocer que ese momento consagraba un gigantesco
aporte que la revolución sandinista hacía al país. En lo sucesivo, las
diferencias en el rumbo político, económico y social podían y debían resolverse
en el debate político y mediante la decisión del pueblo.
El debate se oscureció, pues esas no eran
unas circunstancias normales. Las administraciones Reagan y Bush, habían
apretado la tuerca a fondo con una guerra de baja intensidad, causante de
muchos y grandes problemas económicos. Fue difícil reconocer que las contradicciones
más relevantes del modelo en el ámbito político y social habían causado una resistencia
política creciente, en particular, en el campo.
En ese momento crucial comenzó la frustración
y el desánimo, en especial de los sectores que estaban colocados decididamente
al lado del sandinismo. La revolución no era eterna. ¿Cómo ver en aquella
derrota, un éxito estructural y estratégico, un aporte sustancial a la vida
política pacífica de Nicaragua?
La democracia electoral, unas elecciones
limpias y bastantes competitivas, aunque resultaran en una derrota, no podían
ser vistas como un valioso legado de la revolución.
Y aunque los gobiernos sucesivos debieron
actuar en el marco de la Constitución de 1987,
la derrota electoral del FSLN fue
sentida, por un sector importante de la sociedad, como una derrota de la
revolución. La revolución se asimilaba
así no con lo que había establecido en materia de derechos políticos,
económicos y sociales, sino con el ejercicio del poder del FSLN.
La mayor parte de quienes habían sido
protagonistas de la revolución sandinista se quedaron con la sensación de tener
las manos vacías. Y aunque impulsamos
cambios decisivos, fundamentales, en la consciencia y la organización social,
en la naturaleza de las fuerzas armadas y de policía, sin los que no puede
entenderse la Nicaragua actual, quedó la impresión que, al perder las
elecciones, todo se había perdido.
Es que, la democracia electoral, que de
acuerdo a Edelberto, es el mayor legado de los procesos revolucionarios centroamericanos, fue en Nicaragua, un resultado no deseado. A
diferencia de El Salvador o Guatemala, en que la posibilidad de la alternancia
en el poder ha sido, claramente, un resultado de las luchas revolucionarias y de los acuerdos
de paz, y es una intensa aspiración de las fuerzas de izquierda que han visto
la posibilidad de ascender al poder mediante elecciones limpias y competitivas.
Las luchas revolucionarias centroamericanas
inauguraron el siglo XXI. No puede haber
veto a la existencia de fuerzas de izquierda y a su acceso al poder. Vetos, que
no son tan antiguos. Hace unos meses, la
cabeza militar de los golpistas hondureños alegaba que el golpe obedecía a que
no podía permitirse el poder a una fuerza de ideología de izquierda.
Las luchas revolucionarias inauguraron la
transición a la democracia. Una realidad distinta de la utopía socialista, que
en la variante aprendida, incluía el monopartidismo y la justicia social.
Tal vez, la falta de asimilación profunda de
los verdaderos y valiosos alcances de la revolución sandinista, junto a
procesos de descomposición y desmedidas ambiciones de algunos antiguos
revolucionarios, es la razón por la que no solamente no se ha avanzado en la
profundización de la democracia en Nicaragua, sino que se ha producido un giro
hacia el modelo somocista de concentración de poder familiar, autoritarismo, continuismo,
coerción, pactos y prebendas, alineamiento de las fuerzas armadas y policiales
al interés de poder de una familia, fraudes electorales y corrupción.
Desde el FSLN, actualmente, se impulsa un
modelo económico que abona a la concentración de riquezas en pocas manos y la
creación de nuevos grupos económicos oligopólicos pegados al poder, mientras,
las políticas públicas para la promoción de equidad han sido completamente
desplazadas por las acciones clientelistas y fachadistas.
En Nicaragua,
treinta y cinco años después del derrocamiento de la dictadura
somocista, se evidencia la persistencia
del pasado. Creíamos que habíamos derrotado a la dictadura, pero solamente se
trataba de sus expresiones institucionales, no del modelo político, que ha
demostrado tener una fuerza, una capacidad de persistencia y de encarnar,
incluso, en algunos de sus viejos enemigos, que optaron por adaptarse al viejo
modelo, al viejo modo de hacer política, el del somocismo, un lenguaje y unos
códigos conocidos. La renuncia al cambio
político, económico y social, por la continuidad, el continuismo en el poder.
Desde el poder, entonces, se hace un trabajo
para forjar una memoria de la lucha revolucionaria, del período revolucionario,
que coadyuve al culto a la personalidad
de Daniel Ortega y su esposa, con el objetivo de legitimar el modelo de poder
político establecido. Ortega aparece
ahora en los murales oficiales presente en todos los frentes de guerra, dueño
del don de la ubicuidad. De su esposa
se hacen circular imágenes en uniforme militar para cultivar una imagen de
combatiente guerrillera, que no se corresponde a la realidad.
Se trata de impulsar, desde el poder, una construcción
de memoria que alude a los cambios deseables, que durante un tiempo ha
encontrado eco en parte de los sectores que fueron marginados durante los años
noventa, mientras la práctica política se contradice claramente con ella.
Pero, los problemas
de la memoria en Nicaragua, son aún más profundos. A diferencia de Guatemala y El Salvador no
hubo justicia transicional. En el país, después de los conflictos, ha habido
arreglos y pasamos la página. No hay un
monumento, un sitio, un lugar, un museo que pueda representar, conmemorar a
quienes, desde todos los lados, pagaron un precio por las puertas que se
abrieron. Cada quien guarda sus duelos,
sus muertos, sus lesiones y camina con ellos.
No hay una memoria,
sino diversas. En Nicaragua, es
importante también, la que tiene que ver con los alcances de la
contrarrevolución, que tenía objetivos políticos y no necesariamente adversaba
las aspiraciones sociales de la revolución.
Es la memoria de quienes constituyeron parte de la base social de la “contra”. Otras lecturas de la realidad y de la historia, que vale la pena investigar,
procesar, analizar.
Los debates, las
reflexiones sobre la revolución son frecuentemente hechos por destacados
investigadores, publicados en inglés y algunos con traducciones en español. Su
divulgación en Nicaragua está, desdichadamente, limitada a estos últimos.
En un par de
instituciones se realiza un esfuerzo de recopilar evidencias, papeles, videos,
música, testimonios orales y escritos.
En el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica y en el Centro
de Historia Militar, cuyo uso se ha restringido en los últimos años.
Todo trabajo que se
haga para resguardar los archivos documentales, sonoros o visuales de la
memoria de los pueblos centroamericanos, es bienvenido. Pero, es necesario y ahora, dichosamente
posible, que todos esos materiales puedan estar disponibles en sitios en
internet accesibles al público y a los investigadores centroamericanos y de
todas partes como una contribución al debate permanente que nos pueda dar, cada
vez más, una visión más integral sobre los procesos políticos y sociales que
vivieron las sociedades centroamericanos en las décadas de los setenta y
ochenta. Una reflexión, un análisis, un
debate que nos ayude a reconstruir las tres líneas de la revolución sandinista:
lo que quisimos que fuera, lo que hemos creído que fue y lo que fue.
Muchas gracias.